El cristianismo, aunque sea la regla de vida más perfecta que jamás se haya ideado, está lejos de ser apenas una regla de vida. Una Fe que consistiera en un mero código de leyes podría haber bastado al hombre en estado de inocencia. Pero el hombre que ha violado estas leyes no puede ser salvado por una regla que ha violado. ¿Qué consuelo podría encontrar en la lectura de los estatutos, cada uno de los cuales, trayendo una nueva convicción de su culpabilidad, trae una nueva seguridad de su condenación? El objeto principal del Evangelio no es proporcionar reglas para la preservación de la inocencia, sino ofrecer los medios de salvación a los culpables. No procede sobre una suposición, sino sobre un hecho; no sobre lo que podría haber convenido al hombre en un estado de pureza, sino sobre lo que le conviene en las exigencias de su estado caído.
Esta Fe no consiste en una conformidad externa con prácticas que, aunque correctas en sí mismas, pueden ser adoptadas por motivos humanos y para responder a propósitos seculares. No es una Fe de formas, modos y decencias. Es transformarse en la imagen de Dios. Es ser semejante a Cristo. Es considerarlo como nuestra santificación, así como nuestra redención. Es esforzarse por vivir para él aquí, para poder vivir con él en el futuro. Es desear fervientemente rendir nuestra voluntad a la suya, nuestro corazón a la conducta de su Espíritu, nuestra vida a la guía de su Palabra.
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