Según datos del Banco Mundial, en el presente casi el 55% de la población vive en ciudades. En América Latina ese porcentaje es mucho mayor; por ejemplo, la población urbana de Argentina supone el 92% del total, la de Chile el 90%, la de Brasil el 86% y la de México el 80%. Frente a crecimientos urbanos más dilatados, como los que se han observado en Europa, en el caso latinoamericano el proceso ha sido mucho más acelerado y, dadas las debilidades institucionales presentes, ha acarreado un mayor número de desajustes. En la actualidad, la tradicional y sempiterna cuestión urbana sólo puede enmarcarse dentro del paradigma del desarrollo sustentable que, desde los años ochenta del siglo pasado, pone contra el telón de fondo de la supervivencia colectiva cualquier problema que se suscita en el entorno urbano. De todos es conocida la definición integrada en el Informe Brundtland, que señala que el desarrollo sustentable es aquel que satisface las necesidades presentes, sin comprometer las habilidades de las generaciones futuras para cumplir con las suyas (World Commission of Environment and Development, 1987, p. 53). Bajo esta definición se intentó armonizar una serie de dimensiones del desarrollo que hasta el momento tenían objetivos diferentes y que representaban serias amenazas para la supervivencia de los ecosistemas y las poblaciones. En particular, se evidenciaba que el crecimiento económico implicaba una gran cantidad de desequilibrios y daños a los ecosistemas, en detrimento de las condiciones de vida de la mayoría de las poblaciones, especialmente en los países en desarrollo. El llamado Informe Brundtland establecía un nuevo marco para entender un tipo de desarrollo que se produjera conjuntamente en esas tres dimensiones establecidas. De esta forma, se buscaba un desarrollo que a la larga permitiera sostener el mismo ciclo de crecimiento que, desde el punto de vista social, implicara la participación de los diversos grupos, fuera justo y fortaleciera la diversidad sociocultural, mientras que desde el punto de vista ambiental conservara los recursos y equilibrios naturales (Basiago, 1999). El gran reto del paradigma del desarrollo sustentable fue su sentido sistémico (Boone y Fragkias, 2013, p. 51), es decir, la premisa de que el desarrollo debería de observarse en los tres ejes antes consignados: el económico, el social y el ambiental. No se podría hablar de desarrollo sustentable si se asistiera a un desarrollo que se produjera en alguna de sus tres dimensiones, en detrimento de las restantes (Larsen, 2009, p. 48; Pickett et al., 2013, p. xxii). No está de más señalar que esta era una consideración normativa, que expresaba el deseo de que las tres áreas se sustentaran mutuamente.
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