El encuentro con Freud aporta a Ricoeur una cierta comprensión del hombre, una cierta noticia de alcance ontológico, y una cierta comprensión del fenómeno de la religión. La tarea de Ricoeur consiste en advertir los límites de esa explicación articulada de Freud y en continuar el discurso psicoanalítico a partir de los impulsos que en él mismo se encuentran y que él mismo no desarrolla. El psicoanálisis de Freud nos pone en las manos no solo los objetos de nuestro pasado, sino además el dinamismo original que, asentándose en el pasado objetivo, ya ha dejado atrás; de tal manera que lo que se nos presenta es un pasado como tal, esto es, solo ocasión y material de figuras nuevas. Un pasado capaz de progresar sin fin en armonías cada vez más abarcadoras y radicales y sobre las cuales pueden desplegarse lo que siempre lo acompaña ocultamente, el horizonte que lo cobija y lo atrae. En este devenir, el deseo, en cuanto da a la representación la posibilidad de ir integrando el pasado y lo nuevo en sus objetos-símbolos, se muestra como la verdadera raíz de los símbolos. Los símbolos, con su momento representativo subordinado, son su incesante semántica. Y el deseo se muestra así como una verdadera función simbólica. Y son este devenir y esta función, no reconocidos explícitamente en lo que de nuevo en ellos va apareciendo, lo que Freud denomina "sublimación".