A su padre lo timaron. Siempre quiso tener un pedazo del Oeste, un jardín privado, un lugar donde poder echar a volar la imaginación y descansar al final del día. Acabó fiándose de una inmobiliaria que prometía el paraíso. Tras una cena en un Holiday Inn, un agente sin escrúpulos le endilgó un terreno de una hectárea en River Ranch Acres, Florida. En el folleto aparecían parejas montadas a caballo y riendo alrededor de fogatas y carromatos, águilas calvas y puestas de sol de una belleza inigualable. La casa piloto tenía el aire rústico de los westerns que tanto le gustaban: vigas a la vista, animales disecados, espuelas, hierros de marcar, bridas e insignias de sheriff incrustadas en ámbar. Todo mentira. Lo que al final compró, como muchos otros incautos, fue un terreno baldío infestado de serpientes y cerdos salvajes, dejado de la mano de Dios. Y, para más inri, ocupado ilegalmente por los socios de un siniestro Club de Caza, unos zombis antigubernamentales armados hasta los dientes que se comunican con radios de banda ciudadana y dejan tripas de jabalí colgadas de las vallas y cajas de mierda humana para ahuyentar a los propietarios. Esa fue la herencia que recibió Dennis Covington. Y ese fue el pequeño trozo de Sueño Americano que, a la muerte de su padre, como en una versión quijotesca de Duelo de titanes, se dispuso a reclamar. «Era estadounidense de nacimiento y de Alabama por la gracia de Dios, y no iba a dejar que un puñado de patanes de Florida me avasallara o me intimidara.»
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