¿De qué manera pueden cruzarse los caminos de Einstein y Boca Juniors?
El "Cap Polonio" había zarpado de Hamburgo el 5 de marzo. Empezaba a transcurrir el noveno día de viaje sobre el Atlántico, cuando la claridad empezó a filtrarse por la escotilla, hasta despertarlo. Albert se incorporó, miró el cielo, tomó de su maleta el reloj que le había regalado Elsa, y al cabo de una breve deducción cayó en la cuenta que estaba cumpliendo 46 años. No dejó de entristecerlo un poco el hecho de estar cumpliéndolos en altamar, pero al fin de cuentas ese viaje lo llevaría cerca de la porción de cielo que en 1919 en Sobral, Brasil- había iluminado su teoría. América del Sur era aún una entelequia distante, llena de incógnitas que habrían de empezar a develarse en algunos días.
El 21 de marzo el "Cap Polonio" atracaba en el puerto de Río de Janeiro. Allí lo esperaba la comitiva que habría de llevarlo de paseo por el Jardín Botánico, para luego almorzar en el Copacabana Palace. De ahí, al cabo de una breve sobremesa en la que no faltaron las consabidas consultas periodísticas, una corta caminata por el centro de la ciudad hasta el barco. Había sido apenas un aperitivo de la visita que se extendería luego de su paso por Argentina y Uruguay. Al primero de esos países llegaría el 25 de marzo como resultado de la invitación que diversas instituciones le habían cursado en varias oportunidades. Y luego de algunas negativas oportunamente disculpadas, ya no hubo lugar para desprecios. El otoño de Buenos Aires, con el embrionario amarillo de sus árboles, recibía entonces a Albert, a quien esperaban 12 conferencias y otros tantos agasajos.
A diferencia de lo ocurrido en Brasil, en Argentina tendría tiempo para recorrer la ciudad, así que prefirió llegar al hotel y poder descansar después del largo periplo. La habitación 55 del Hotel Savoy estaba reservada para él, y una vez en ella desempacó a medias para zambullirse en un sueño reparador. Fueron dos horas de un relativo descanso, en las que por su cabeza pasaron fórmulas, artículos científicos, recomendaciones de Elsa, viejos consejos de su amigo Michele y esa misma frase que siempre le retumbaba en la conciencia, tanto despierto como en sueños, y que le había proferido aquel poco simpático profesor de idioma griego en el colegio: "tu sola presencia mina el respeto que me debe la clase". Se sorprendió mirando el techo de una habitación a miles de kilómetros de su Ülm natal. "Lo más incomprensible de este mundo, es que es comprensible", pensó para sí cuando dos discretos golpes a la puerta lo hicieron levantar de la cama. Se miró al espejo que estaba al lado de la puerta, se acomodó un poco el canoso pelo, y abrió.
Era alta, más alta que él. Su cabello era de color oscuro, pero sus ojos eran dos esferas verdes. Su gesto era adusto, pero un indicio de sonrisa en la comisura izquierda de sus labios la hacía misteriosamente atractiva. Tenía un lunar en el pómulo derecho, una postura firme, casi marcial, y una elegancia indudable que no podía disimular su sencillo uniforme de mucama. Era joven, no debería andar muy lejos de los 20 años, pero tenía el porte de una señora. Cuando Albert la vio parada delante de la puerta de su habitación, sólo atinó a mirarla en forma interrogante, indeciso por el idioma en el que debería hablarle. No hizo falta que le dijera nada porque ella enseguida se preocupó por aclararle sus dudas en un perfecto alemán. Estaba allí por decisión de la Universidad Nacional de Buenos Aires, que proveyó al hotel de sus servicios, al solo efecto de atender al profesor visitante. Para todo aquello que necesitara podía llamarla con un timbre que estaba dispuesto en su mesa de luz, y que al activarse haría que ella se dirigiera a hacia allí para solucionar cualquier inconveniente, ya sea alguna cuestión relacionada con el servicio de habitación o alguna otra circunstancia personal. Su nombre era Frida.
El "Cap Polonio" había zarpado de Hamburgo el 5 de marzo. Empezaba a transcurrir el noveno día de viaje sobre el Atlántico, cuando la claridad empezó a filtrarse por la escotilla, hasta despertarlo. Albert se incorporó, miró el cielo, tomó de su maleta el reloj que le había regalado Elsa, y al cabo de una breve deducción cayó en la cuenta que estaba cumpliendo 46 años. No dejó de entristecerlo un poco el hecho de estar cumpliéndolos en altamar, pero al fin de cuentas ese viaje lo llevaría cerca de la porción de cielo que en 1919 en Sobral, Brasil- había iluminado su teoría. América del Sur era aún una entelequia distante, llena de incógnitas que habrían de empezar a develarse en algunos días.
El 21 de marzo el "Cap Polonio" atracaba en el puerto de Río de Janeiro. Allí lo esperaba la comitiva que habría de llevarlo de paseo por el Jardín Botánico, para luego almorzar en el Copacabana Palace. De ahí, al cabo de una breve sobremesa en la que no faltaron las consabidas consultas periodísticas, una corta caminata por el centro de la ciudad hasta el barco. Había sido apenas un aperitivo de la visita que se extendería luego de su paso por Argentina y Uruguay. Al primero de esos países llegaría el 25 de marzo como resultado de la invitación que diversas instituciones le habían cursado en varias oportunidades. Y luego de algunas negativas oportunamente disculpadas, ya no hubo lugar para desprecios. El otoño de Buenos Aires, con el embrionario amarillo de sus árboles, recibía entonces a Albert, a quien esperaban 12 conferencias y otros tantos agasajos.
A diferencia de lo ocurrido en Brasil, en Argentina tendría tiempo para recorrer la ciudad, así que prefirió llegar al hotel y poder descansar después del largo periplo. La habitación 55 del Hotel Savoy estaba reservada para él, y una vez en ella desempacó a medias para zambullirse en un sueño reparador. Fueron dos horas de un relativo descanso, en las que por su cabeza pasaron fórmulas, artículos científicos, recomendaciones de Elsa, viejos consejos de su amigo Michele y esa misma frase que siempre le retumbaba en la conciencia, tanto despierto como en sueños, y que le había proferido aquel poco simpático profesor de idioma griego en el colegio: "tu sola presencia mina el respeto que me debe la clase". Se sorprendió mirando el techo de una habitación a miles de kilómetros de su Ülm natal. "Lo más incomprensible de este mundo, es que es comprensible", pensó para sí cuando dos discretos golpes a la puerta lo hicieron levantar de la cama. Se miró al espejo que estaba al lado de la puerta, se acomodó un poco el canoso pelo, y abrió.
Era alta, más alta que él. Su cabello era de color oscuro, pero sus ojos eran dos esferas verdes. Su gesto era adusto, pero un indicio de sonrisa en la comisura izquierda de sus labios la hacía misteriosamente atractiva. Tenía un lunar en el pómulo derecho, una postura firme, casi marcial, y una elegancia indudable que no podía disimular su sencillo uniforme de mucama. Era joven, no debería andar muy lejos de los 20 años, pero tenía el porte de una señora. Cuando Albert la vio parada delante de la puerta de su habitación, sólo atinó a mirarla en forma interrogante, indeciso por el idioma en el que debería hablarle. No hizo falta que le dijera nada porque ella enseguida se preocupó por aclararle sus dudas en un perfecto alemán. Estaba allí por decisión de la Universidad Nacional de Buenos Aires, que proveyó al hotel de sus servicios, al solo efecto de atender al profesor visitante. Para todo aquello que necesitara podía llamarla con un timbre que estaba dispuesto en su mesa de luz, y que al activarse haría que ella se dirigiera a hacia allí para solucionar cualquier inconveniente, ya sea alguna cuestión relacionada con el servicio de habitación o alguna otra circunstancia personal. Su nombre era Frida.
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