Es un lugar común, pero también es una realidad: hoy manejamos más tecnología que nunca. Los objetos que nos rodean son cada vez más sofisticados en términos de su configuración y función, y la tecnología, en la vida diaria, es omnipresente. Elementos aparentemente sencillos definen nuestro entorno más rutinario: desde el lápiz y el papel (cuya adopción fue definitiva para la consolidación de la cultura escrita en lo que llamamos Occidente) hasta los computadores portátiles más potentes que se han desarrollado en la historia y que cargamos en el bolsillo. La forma en que la tecnología ha permeado la cotidianidad humana nos sitúa en un ecosistema altamente mediado en el que nuestras interacciones dependen, pasan y se determinan por los medios de comunicación y sus lógicas, unas refrendadas y con referentes obvios en el pasado, y otras renovadas y cambiantes. Ese poder de mediación lo subrayó John Thompson a finales del siglo pasado: antes del auge del internet móvil y las redes sociales, el uso de los medios de comunicación transformaba ya la vida social en lo espacial, lo temporal y las formas de acción e interacción, tanto que implantaba relaciones y formas de poder específicas entre sujetos y colectivos a la vez1. Así, la tecnología parece ampliar hoy los alcances de esa mediación preexistente y que Thompson hubiera descrito para los artefactos y sus usos antes de la web.
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