¿A qué huele la niebla en esta novela? A maldad. A maldad pura y dura. Un policía nacional euskaldún -cualidad muy apreciada, por escasa, en el Ministerio del Interior- conocido con el sobrenombre de Txalaparta -por el ritmo y la contundencia con la que golpea a los detenidos-; su hijo, un adolescente militante abertzale; y una madre a la que entre ambos han hecho de su vida un infierno son los protagonistas de esta novela ambientada en la Navarra de los años noventa del siglo pasado. Esta precuela de Moscas -ese magnífico thriller que con tanta precisión diseccionó la corrupción en Mallorca- supura un humor negro desbocado. Su ritmo endiablado, las situaciones más que inquietantes que plantea y la maestría narrativa con la que se resuelven convierten Txalaparta en una novela que no podrás soltar de las manos. Txalaparta no se puede leer con las anteojeras de la política porque no atiende al maniqueísmo de buenos y malos: algunos son verdugos, pero todos son víctimas. Y unos y otros respiran una atmósfera, la del terrorismo de eta que lo envuelve todo con su niebla espesa, asfixiante.
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