En el trayecto a la entrevista más importante de mi vida acabé chocando con mi destartalado Honda contra la parte trasera de un McLaren negro personalizado, y al superatractivo bastardo de su dueño no le hizo ni la más mínima gracia. Sobre todo cuando escapé de la escena del delito tras haberle dejado como pago un cheque sin fondos, veinte dólares y un paquete de condones de los que brillan en la oscuridad (estoy tan arruinada que no puedo permitirme contratar un seguro). Conseguí llegar a la entrevista con unos segundos de margen, pero el socio de Hamilton y Asociados con el que esperaba encontrarme no estaba. En su lugar, me recibió, sorpresa..., el espectacular tío con el que acababa de chocar: Damien Carter. Tras escuchar su primera pregunta («¿Sabe que huir del escenario de un accidente es un delito?»), supe que no iba a conseguir el trabajo. Pero, para mi desgracia, me dieron el puesto y no tardé en darme cuenta de que Damien, mi jefe, y yo teníamos muchas más cosas en común de las que imaginaba. A pesar de que ese cabrón malencarado se pasa la vida amenazándome y dándome órdenes. Su bufete parece sacado directamente de El padrino, nada que ver con los «hombres buenos de la justicia» que muestran sus carteles promocionales. Entre sus paredes se esconden oscuros secretos, sus clientes siempre son culpables y Damien Carter representa todo lo que anda mal en el sistema legal. O al menos eso pensaba yo hasta que empezamos una turbulenta relación de amor-odio y descubrí su mayor secreto...
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