Hay una unión primigenia entre Dios y el ser humano, y aunque se trata del hecho más simple y esencial de nuestra vida espiritual, se necesita una vida para materializarlo. La razón de nuestra ignorancia es el constante ruido y el parloteo interior que genera la ilusión de estar separados de Dios. Nuestra cultura nos educa mayormente para que fijemos la atención en ese ruido superficial, que, a la vez, prolonga la ilusión de Dios como un objeto distante que debemos buscar, pues estamos convencidos de que nos falta. Y entonces, uno de los grandes misterios del camino contemplativo es el descubrimiento de que, apenas caen los velos de la separación, ese Dios que hemos estado buscando ya nos ha encontrado, nos conoce y nos sostiene en el ser desde toda la eternidad.
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