El nombre de Viena tiene resonancias imperiales. Pero también suena a música, a óperas de Mozart, a sinfonías de Beethoven y a valses de la familia Strauss. Es una ciudad que encarna la tradición en su máxima expresión, pero que no quiere quedarse encerrada en la nostalgia. De ahí ese dinamismo que lo impregna todo y hace que lo antiguo y lo nuevo se den la mano tanto en la calle como en los espacios museísticos, en las vías comerciales o en los cafés y restaurantes. Brillan con luz propia su casco histórico y monumental, sus museos, teatros y auditorios, espejo de una ciudad para la que la cultura es una seña de identidad. Pero el atractivo de la vieja capital de los Habsburgo no se agota ahí. Vale la pena pasear por una ciudad que ha sabido preservar una asombrosa unidad arquitectónica, humanizada por 850 parques y zonas ajardinadas, como el Prater o la isla del Danubio. Igualmente, hay que descubrir sus cafés, alma de una ciudad que sabe disfrutar de lo bueno y lo exquisito, y la Viena de la otra orilla del gran río, arquitectónicamente vanguardista y con el recuerdo de lo que fue el viejo Danubio.
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