Alguien dijo que al siglo XVIII se lo podría recordar como «el Siglo de Voltaire», algo que no resulta difícil de conceder porque Voltaire forma parte del escaso elenco de pensadores que modeló la visión de los peligros y amenazas que acechan actualmente a nuestra sociedad y que participó en todos los combates de su tiempo contra el fanatismo. Su naturaleza, temperamento y convicción hacían de él un insumiso incapaz de callarse ante una injusticia, una crueldad o un abuso de poder. Ese apabullante activismo le convierte en un ancestro de los intelectuales comprometidos pasados, presentes y futuros. Voltaire mismo, no ya sus obras, constituye un símbolo contra la intolerancia, un estandarte que puede blandirse contra todo tipo de supersticiones y prejuicios, tan bien ridiculizados hasta el paroxismo por su prodigiosa ironía. Su mejor legado es el de habernos enseñado a reírnos, a esbozar una sardónica sonrisa ante situaciones manifiestamente mejorables, a reivindicar ferozmente los agravios con la fuerza de una mirada satírica. Hoy más que nunca sigue siendo necesario revisitar el pragmatismo y el sentido común de Voltaire, y volver a reivindicar que cualquiera puede tener las convicciones o los credos que prefiera, siempre que no pretenda imponerlos a los demás como un dogma indiscutible.