Tienen poco más de veinte años, y se conocieron en una manifestación contra las armas nucleares. Florence es una chica de clase media alta, su padre es un exitoso hombre de negocios y su madre una activa profesora universitaria, y viven en una casa donde se comen quesos franceses y yogur. Edward, en cambio, pertenece a una familia que apenas se sostiene en la zona baja de la clase media; su padre es maestro, y su madre, tras un imprevisible accidente, vive desde hace años en una nebulosa. Y en su casa no hay comidas caras o extranjeras, las camas nunca se hacen, las sábanas rara vez se cambian, ni se limpian los lavabos. Florence es violinista, y Edward ha estudiado Historia. Y ambos son inocentes, y vírgenes, y se aman, y tras uno de esos largos cortejos de tira y afloja, se han casado. Es un día de julio de 1962, un año antes de que, según Philip Larkin, en Inglaterra se empezara a follar, cuando El amante de Lady Chatterley aún estaba prohibido y no había aparecido el primer LP de los Beatles... Edward y Florence van a pasar su noche de bodas en un hotel junto a Chesil Beach, y lo que sucede esa noche entre esos dos inocentes, esos jóvenes esposos de una clase social y unos años donde hablar sobre problemas sexuales era imposible, es la materia con que McEwan construye su chejoviano, delicadísimo, terrible mapa de una relación, del amor, del sexo, y también de una época, y de sus discursos y sus silencios. «Poderosamente seductora» (Robert Saladrigas, La Vanguardia). «Una obra maestra. Simplemente sublime» (Isabel Coixet). « Una novela espléndida, emotiva, inteligente, absorbente y equilibrada» (Eduardo Mendoza).
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«Impresionante... Chesil Beach trata temas de interés universal y crea alrededor de ellos un universo pequeño pero perfectamente construido. La prosa de McEwan es tan espléndida como de costumbre, y aquí alcanza un equilibrio sutil entre la distancia y la comprensión, el ingenio mordaz y la compasión. Y confirma mi convicción de que ningún escritor de lengua inglesa supera ni iguala la sabiduría narrativa alcanzada por McEwan» (Jonathan Yardley, The Washington Post Book Review).