Leer poesía es espiar el interior del otro. Vestir su alma y su piel. Es descubrir las emociones escondidas en las palabras y sus silencios. Pequeñas líneas capaces de hacernos vibrar, suspirar, recordar o volar. Pero hay algo que hace a la poesía aún más misteriosa. Para mí su esencia está en que, al leerla, el lector no estará sumergiéndose en la vida del poeta, sino en la propia. No abrazará los amores y tormentos del escritor, sino, sobre todo, los propios. El lector le pone su propia historia a cada poesía, transformando la voz del poeta en propia. Nos regala así una poesía las palabras para nombrar lo que tal vez permanecía dentro nuestro hasta hoy, innombrable. La poesía siempre nos alude, nos refiere, nos identifica. Por todo lo que nos hace humanos, podremos siempre encontrarnos en una poesía, pues allí residen nuestros puntos en común: el amor, la vida, la muerte, los miedos, la tristeza, la felicidad. Palabras de sentido universal, esenciales en la poesía. Aun escrita cientos de años atrás, nuestra piel sentirá las cosquillas que vagaban el mundo por aquel entonces. Se vuelven las páginas una sala de café para conversar con un interior ajeno que nos refleja. Comunicación de una profundidad pocas veces alcanzada en lo cotidiano. Por todo eso, entre innumerables razones más, es para mí la poesía un regalo que hemos heredado del pasado y un legado a continuar.