Hace muy poco que José Manuel Caballero Bonald resolvió aleccionar a los rebeldes en Manual de infractores, y bastante más desde que Gerardo Diego arbitró las estaciones con rimas creacionistas en su Manual de espumas... ¡Si hasta el patafísico Perec se atrevió a imponer a la vida unas Instrucciones de uso! A alguno le va a parecer la broma excesiva, como si la literatura buscara para sí la rigurosa autoridad del saber empirista, y se equivocará en su juicio, desde luego. Como bien sabe Antonio José Mialdea, y estos versos suyos demuestran con creces, los poetas tienen todo el derecho a explicar una vez más -o mejor todavía: de una vez por todas- cómo es la lluvia y por qué nos gusta oírla caer sobre nuestro corazón, y hacerlo dando a sus palabras el valor de un decreto. Es un privilegio antiguo: como escribió Shelley en su Defensa de la poesía, ellos serán para siempre, aunque en secreto, los legisladores auténticos del mundo.
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