Alguna madrugada de pretéritos fantasmas desperté con la certeza de que estaba fragmentada. Rota. Yo había sido –y por demanda de mis actos– una mujer rota. Se me perdonarán los tiempos y los verbos lapidarios si aclaro que un fragmento de mí me observaba desde el tipeado y a los pies de aquella cama. Gritar fue un acto de audacia inasible como la voz de ella que fue mía; llorar fue, acaso, otro. Desde entonces y su cuerpo sobre el mío con el índice siniestro derramado sobre esta frente, fui lo que quiso decir enmascarada tras el aura insensata de un whisky doble y sin hielo: él no me amó, pero quizás nosotras tampoco lo quisimos en esta pieza tras pieza de la estructura imperfecta y fascinada, con el mismo ritmo y siempre a tiempo, que debe permanecer a flote para otros, sólo y siempre para otros, como esta falsa promesa de continuidad.