Históricamente se ha situado a la locura dentro de un espacio marginal, estratégicamente planificado para expulsar todo aquello percibido como desviado e irracional. Esta exclusión está determinada por lo que la sociedad considera normal, condenando a los cuerpos capaces de transmitir un decir diferente. Dentro de esta lógica de construcción social, los manicomios se constituyen en el ámbito material donde se condensan las más feroces consecuencias de un perverso sistema institucional y social. Pero desde la gran cloaca social, desde ese lugar señalado por el poder como depósito de los terrores más ocultos y negados emerge la verdadera voz humana. Es la propia dualidad normalidad/anormalidad la que habilita un intercambio comunicacional que instaura la circulación de nuevos sentidos. Las voces antes oprimidas se apropian de la palabra para interpelar y cuestionar los discursos establecidos acerca de la verdad, lo común y lo legítimo, recuperando su propia subjetividad y un lugar dentro de la trama social por fuera del estigma. ¿O acaso no es la necesidad de comunicarse lo que lleva al hombre, aún en las condiciones más desfavorables, a construir espacios de integración social?