Hace una década, la fórmula para ser políticamente correcto en Ecuador tenía como uno de sus ingredientes principales la promoción y defensa de los derechos de la naturaleza. Imbuidos en la retórica previa y concomitante con la Asamblea Nacional Constituyente, y en un contexto particularmente favorable para la innovación constitucional, un grupo de asambleístas, aupados por sus asesores, las organizaciones indígenas y los movimientos ecologistas, consiguieron que se incluyera en el texto constitucional de 2008 a la naturaleza entre los sujetos de derechos, y se le reconocieran derechos específicos. Pasada la euforia del discurso y regocijados los actores políticos de entonces en una especie de triunfo después de la batalla, los derechos de la naturaleza pasaron a un segundo plano, y los poderes constituidos han encontrado diversas formas de evadir las obligaciones contraídas por mandato constitucional, al percatarse, quizás, de que cumplir ese mandato al pie de la letra, o en una medida superior a lo que dispone la legislación ambiental, pone en riesgo el desarrollo económico y social del país, y la viabilidad política de cualquier proyecto que pretenda limitar la explotación.
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