Después de cuatro años de desdichas salpicadas por algún que otro éxito, la Revolución pareció entender que su suerte estaba tan ligada a caballos y desiertos como a veleros y mares.Fue un entendimiento a medias. Tibio. Hijo de urgencias. Casi un reflejo del instinto. Pronto los laureles de Brown en Montevideo se hicieron un recuerdo y todo volvió casi a cero. La flota del gobierno fue desarmada y vendida para atender a la guerra en el Alto Perú. Pero algo quedó. En medio de la anarquía de esos años, una inquieta legión de políticos, militares y comerciantes porteños se convirtieron en empresarios de guerra. Compraron barcos, lograron el apoyo del gobierno y contrataron decenas de capitanes en desuso. A ellos se les sumaron soldados de la causa; hombres con ambiciones de gloria; oportunistas; desertores; delincuentes; extranjeros experimentados y criollos novatos. Una mezcla singular para entrar en el negocio del pirateo, amparados por la ley y por una bandera aún desconocida en los mares del mundo. Todo ellos concurrieron a la nueva guerra. Desde el gobierno se ordenó hundir y requisar cualquier cosa que llevara bandera española. Donde sea. Por la Patria. Desde los bolsillos, se ordenó volver a casa con oro para pagar a guerreros y accionistas. La guerra y los negocios dieron a luz a los corsarios del Plata. Esta es la historia de uno de ellos…