Una patria amurallada intenta arrojar luz sobre las modalidades discursivas a través de las cuales ciertos principios medulares que habían fundado la Argentina moderna en 1853 comenzarían, hacia fines de la década de 1860, a ser sometidos a una dura requisitoria. De cara a la afluencia masiva de inmigrantes, las maneras de delimitar la extensión de la liberalidad constitucional vendrían a ceñir los contornos de un creciente espacio de intervención política. Debates parlamentarios, textos literarios, discursos presidenciales y manuales de guerra parecen dar así cuenta de un creciente anhelo por plantear la transformación del paisaje social de Buenos Aires como un preciso cartabón dotado de medios certeros para explicar un abigarrado inventario de "anomalías": desde las torsiones del lenguaje urbano, pasando por el inquietante autogobierno indígena en territorios previamente entendidos como remotos, o la desaforada forma de militar en la prensa política, hasta llegar a la fragilidad de las reglas implícitas que cierta nebulosa sociabilidad criolla parecía haber encarnado en algún momento que no era el presente. A raíz de las múltiples amenazas con las que el lenguaje de sectores del patriciado jalonaba sus diferentes grados de preocupación, la irrupción de una mirada etnográfica de factura interna sale a instruir a una ciudadanía hipotética en los rudimentos necesarios para detectar y contener peligros sociales del más variado pelaje. En su afán por detener el avance de fuerzas extrañas, sin embargo, una clase política que venía haciendo pie en un espacio flanqueado por revoluciones y guerras se dispondría a operar entre dos extremos. Si por un lado este sector letrado con acceso a decisiones de gobierno se empeñaba en poner en marcha dispositivos de contención para preservar la república, por el otro no cejaba en la faena de nutrir el archivo de males a los que les otorgaba clara entidad, acopiando al acervo patrimonial simbólico una serie de perturbadores contenidos que ponían en ebullición la sangre azul de los quejumbrosos notables argentinos. La zona en la que ambos gestos llegan a yuxtaponerse -y, en más de una ocasión, a entrar en conflicto-, de resultas, parece delinear de manera elocuente no tanto el perfil de los tan meneados advenedizos, sino más bien los parámetros de un lenguaje de la aprensión que un estrato social adoptó como divisa de su abolengo, así como de la legitimidad de los títulos que de él se derivan. La palabra así entendida, aquella de la que dimana un sentir inalienable, en efecto, dará forma a un lenguaje que sacrificará principios en aras de la perdurabilidad de una patria mínima, jaqueada por murallas siempre permeables, aunque cada vez más espesas.