EN LA FUNDAMENTACIÓN (1785), Kant es enfático cuando afirma que todo ser humano, incluso la mente más vulgar, conoce cuál es su deber. En la segunda Crítica (1788), publicada tres años después, la postura se mantiene: todo ser racional está al tanto de la ley moral. Esta, dice el autor, se nos presenta como un factum, como un hecho de la razón que no cabe inferir de datos precedentes, sino que se nos impone a sí mismo como una proposición sintética a priori (CrPr: Ak. V, 31). El deber en La religión (1793), en Teoría y práctica (1793) y en la Metafísica (1797) nos es igualmente dado por la razón. No obstante, a pesar del énfasis en el carácter de factum de la ley moral a lo largo de la obra práctica kantiana con la inmediatez, necesidad y universalidad que el conocimiento apriorístico supone en sus escritos sobre historia, Kant muestra que la sociedad tiene que llegar a una cierta madurez para que se pueda dar, por primera vez, la moralidad. Madurez que es impulsada por la Naturaleza y que obliga al ser humano a pasar de su estado primitivo a uno más desarrollado. En el mismo sentido, el individuo tiene que ser formado para que logre alcanzar su destino. Privar de educación al niño, nos dice Kant en la Pedagogía (1803), es abandonarlo a la barbarie. De acá surge la tensión que guiará este texto: si la ley moral es un hecho de la razón, ¿por qué requerimos, por un lado, del paso de la historia para que la especie despliegue sus facultades morales y, por el otro, de la educación del individuo para que este logre su autonomía?.
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