Las ciudades se construyen con la dimensión eterna de las piedras invisibles, en las almas de sus ciudadanos que las viven y transforman en nidos entretejidos con las emociones, la nobleza y la bondad, pero también con las indiferencias y los atentados contra su esencia sagrada. La casa se profana a diario, el respeto se abandona por la indefinible tolerancia, que convierte al habitar en un acto desesperado de resistencia ante la barbarie. La peor forma de resistencia es la de la indigna conformidad ante el despojo del contenido simbólico de la casa común. Nuestras ciudades se convierten en simples depósitos de actos sin sentido: ir y venir sin saber bien a donde ni para que. Y todo en una danza caótica que se mueve lentamente. La casa profanada crece en una metástasis urbana tan temible que borra la memoria noble del origen. En este libro comienzan a aclararse los signos perdidos en el arrugado mapa que poco se usa para redescubrir lo urbano en lo humano, con las reflexiones sencillas de un semiólogo que nos plantea otras formas de ver nuestra vida en la ciudad, en nuestra casa.