La profesión del músico se ha convertido en una lucha frenética por un estatus de excelencia que le permita realizarse mediante el reconocimiento de los demás integrantes del gremio, pero en función de ciertos objetivos que distan mucho de los meramente artísticos. El aspecto competitivo prevalece y provoca un desajuste de valores que permea muy profundamente la construcción identitaria del guitarrista, de manera que a quien no haya ganado un cierto número de concursos, a quien no haya grabado con cierta compañía disquera y no participe en ciertos circuitos internacionales, no le será fácil librarse de cierto sentimiento de frustración tras el objetivo no cumplido. El empeño en ser aceptados por el gremio, conlleva una homogeneización de las prácticas interpretativas que va más allá de las convenciones estilísticas y que está marcada por las figuras que han logrado dichos objetivos. Todo esto implica un sistema de aprendizaje basado en la imitación, más que en la interpretación, y en el ego, más que en la autenticidad artística. Esto sucede, en gran medida, debido a una idea no muy clara del significado de la interpretación musical.